Sobre los coreanos y los cigarrillos

De cómo un objeto banal para los coreanos se convirtió en uno de los elementos más preciados de una cocina en Santo Domingo

Los colmados de Seúl tienen, en su mayoría, un letrero metálico en donde un tigrecito indica que se venden cigarrillos a mayores de 19 años. ¿Cómo así? ¿Y qué hago si quiero uno?

POR: Rab Messina

 

Vi uno de los letreritos mal puesto, casi cayéndose de la pared, en un colmado en Hongdae, Seúl, y quise tomarlo prestado permanentemente… pero fue un lapsus: se me olvidaba que estaba en Corea del Sur, y que no podía ejercer de caprina desquiciada andando con un letrero de cigarrillos bajo el brazo por la calle, so pena de que me viera la policía y comenzara a hacer preguntas.

Es culpa de los diseñadores coreanos, claro: el letrero que se usa localmente para indicar la disponibilidad de cigarrillos en un establecimiento está prolijamente diagramado, desde su exquisita combinación de azules hasta el tigrito esquinero que apunta a los caracteres 담배 y al mínimo de edad de 19 años –los coreanos nacen criados de un año y cuentan las edades tomando en cuenta el año nuevo lunar, por lo cual es posible que un bebé nacido en diciembre tenga dos años unas semanas después… pero mejor enfoquémonos en el letrero–. Yo quería uno para mí.

Tras una semana de búsqueda en mercados de pulgas, tiendas de antigüedades y talleres de diseño, no encontré un ejemplar disponible. El día antes de mi partida, la recepcionista de mi hotel me pasó el fruto de sus investigaciones entre sus amigos artistas: en un papelito reciclado me dibujó, totalmente a mano y probablemente a escala perfecta–los coreanos y su diseño, de nuevo–, un complejo mapa que llevaba de la boca del metro correspondiente a un callejón al lado de una muralla. Ahí, en una marquesina atiborrada de cachivaches, encontré uno de los dichosos letreros por apenas 10 dólares.

Contrario a lo que pensaba, nadie me iba a arrestar al estar andando con relativa propiedad ajena. Lo que no me esperaba era que tanta gente se fuese a reír: por alguna razón, nada le causó más risa a la gente del metro, de mi vecindario adoptado, del supermercadito donde me paraba a comprar mandarinas, y hasta a los agentes de migración, que ver a una extranjera tratando a un objeto tan cotidianamente banal con tanto cariño y delicadeza.

Hoy lo tengo atornillado en mi cocina, y ahora la que se ríe soy yo: no puedo suprimir una carcajada cada vez que alguien se da un cabezazo con él.

Foto: Rab Messina